Tenía 12 años, mi papá trabajaba en la Federación Nacional de Cafeteros y llegaba a visitarlo con mi hermano a la oficina del Aeropuerto El Dorado en Bogotá, y el refresco que recibíamos era una taza de café caliente como el infierno, negro como la noche y dulce como el abrazo de un hijo ... y no nos gustaba.
Imagen tomada de http://yourcoffeeguru.tumblr.com/
Las visitas tenían cierta connotación a gestión de cobro, pero para nuestra mente adolescente visitar el aeropuerto era un paseo, ver los aviones, el aroma de oficina de la Federación y la Librería El Dorado, siendo esta última, cómplice de mi gusto por los cómics que a su vez se convirtieron en aliciente para aprender inglés para entender que decían los héroes.
Han pasado los (muchos) años y las huellas de esa época no se borran, algunas no son memorias felices pero me interesan las buenas: el ya mencionado aroma de la oficina, el gusto de coleccionar, la foto de las personas y las máquinas, el trayecto, la compañía de mi hermano y sobre todo el café.
Tiempo después entendí que estaba tomando un café que no todas las personas podían disfrutar porque preparado con café de exportación, único. Entendí también la belleza de haber pasado días de vacaciones del colegio en una finca cafetera, ver recolectar el grano, el secado al sol sobre las lonas de los costales, llevarlo al tueste y al molido; el aroma del café tostado que ingresaba por la nariz pero que invadía todos los sentidos, un aroma que nunca se olvida.
Hoy aprecio un buen café, preparado con cuidado por las manos de un experto o por las manos benditas de una abuelita que le agrega un toque de panela para endulzarlo, creo firmemente en el esfuerzo del campesino y que en una taza de café se puede sentir el cariño con que fue preparado.
Cada mañana y cada tarde tomo un tinto y pienso en ese momento en que mi padre nos servía un tinto caliente, muy caliente que no nos gustaba, pero que tomábamos a sorbos por ese sabor tan especial y que hoy en día nos hace pensar, pedir y ofrecer un buen café.